Meditando el Evangelio de hoy, he sido consciente de muchas
cosas que hace tiempo vienen rondando mi cabeza. Dicen que los nuevos
convertidos a la fe son mucho más radicales que los que toda su vida han
creído. Yo no sé si eso es verdad en todos los casos, si es como una norma
general. Lo que sé es que en mi caso, la gente lo debe de pensar porque hasta
a mí se me pasa por la imaginación en multitud de ocasiones. De no pisar apenas
una Iglesia he pasado a no querer salir de ella, a solo querer hacer cosas por
y con Dios, y en buscar amistades que me acerquen a Él, porque sin duda, es lo
único que me proporciona la felicidad y me llena por completo. Ahora mismo he
caído a sus pies, soy una loca, sí, pero una loca de amor por Jesús. Está en mi
pensamiento cada décima de segundo y ya no se si es el que habita en mi o soy
yo el que habita en Él.
Lo que a veces se me olvida y creo que no debo de hacerlo es
que hay que vivir en Jesucristo pero con los pies en tierra firme. Debo de
intentar recocer el rostro de Dios en todas las personas, sí en todas: en el
que me ofende o me humilla, pero voy más allá, en aquel depravado que ha
violado y matado a una niña o el que maltrata todos los días a su mujer.
Debemos amar al prójimo, al pez bueno y al malo, porque no somos nosotros los
que debemos juzgar el bien o el mal, eso le corresponde al Padre.
Todos queremos ser alfareros pero solo hay uno. Debemos
dejar que Dios nos moldee para convertirnos en vasijas que puedan contener dos elementos
que el mundo parece haber olvidado: bondad y amor. Como cristianos debemos
repartir esa bondad y ese amor a todos los peces, tanto buenos como malos,
porque quizás así llevando felicidad por donde vayamos, mucha gente conozca el
gozo de amar a Dios, y quieran conocer otra vida posible, aquella que hoy en día
muy pocos escogidos intentamos seguir fielmente. Le pediré al Señor que nunca
deje de sentir este fuego en mi pecho abrasador y que jamás me deje
defraudarle.
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