Daba vueltas en la cama, de un lado para otro, hacía tiempo que estaba despierta, pero casi tenía la certeza que hoy no estaría la capilla abierta. De repente, algo en mi interior me ha empujado a ir a comprobarlo. Salto de la cama, me pongo un vestido, me lavo lavo la cara y me recojo el pelo. Apenas me da tiempo de coger el Magníficat y el Rosario. Bajo corriendo las escaleras, atravieso el parque y vislumbro la reja de la capilla de par en par, ¡La capilla está abierta!. Entro y solo hay una persona que al llegar yo se va. Me siento delante de Él, y mis lágrimas corren por mis mejillas, pienso "Señor tú que eres él único que estás en mi cabeza, al único que no puedo engañar, al único que no le puedo ocultar nada, no dejes que me separe de ti, que te siga viendo en la adversidad, porque en las cosas buenas es fácil verte, es en la dificultades es donde parece que tu rostro se desdibuja. No dejes que deje de gritar ¡DIOS MIO, SEÑOR MIO, EN TI CONFÍO. TE ADORO!
Algo ronda mi cabeza, pero de repente el Señor me dice, que debo amar al prójimo tal y como es, sin intentar cambiarlo, porque ¿Quiénes somos nosotros para juzgar a nadie? Y es que cuando sientes que alguien te ha hecho tanto daño que has llegado a sentir tu corazón desgarrado, te cuesta entenderlo y cuando ves que otra gente habla gratuitamente de otra gente sin calcular el daño que hacen, también te cuesta no juzgar.
Pero cuando esto ocurre uno debe recordar el amor tan grande que Dios nos ha tenido, Jesús murió y resucitó para reconciliarnos con Dios.
Estableció el perdón dando su vida por nosotros. De ahí que continuamente debamos elevar nuestra
mirada al Señor crucificado para contemplar y agradecer el amor que nos
ha tenido. Ante cualquier daño que te infringe el prójimo hemos de acudir a Él para
que nos enseñe a perdonar como Él nos ha perdonado. El poder que emana de ese Sagrario, es la mejor medicina para esas heridas que parecen que cuestan curar.
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