Hay cosas que parece que las
olvidé hace mucho tiempo y de repente, un día como hoy vuelven a mi memoria, y
no por casualidad. Hoy es el día de
nuestros ángeles de la guarda. Yo nunca me acuerdo de pedirle nada. Es algo que
oía mucho de niña, pero que lo aparqué en un parte de mi mente pensando que era
algo de la infancia que te dicen para que te duermas tranquilo. Pero jamás pensé
en su verdadero significado, un regalo del mismo Dios, que ha querido hacernos
partícipes, ya en la tierra, de la compañía de una criatura celeste que nos
recuerda al rostro del Padre que tanto anhelamos contemplar.
Hoy no paro de pensar en él, en
mi ángel de la guarda. Tras la oración de esta mañana le digo, una y otra vez:
Ángel Custodio me encomiendo a ti, ilumíname, guárdame, rígeme y gobiérname en
este día. Ayer una herida se abrió y está más sangrante que
nunca. Debo darle gracias a Dios porque me concede la posibilidad de acercarme
aunque sea de lejos al sufrimiento de
Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros. Cuando recibes una
noticia así sientes un dolor intenso en el corazón, como si se rompiera en mil
pedazos, pero entonces me doy cuenta que mi corazón es inmensamente grande y está lleno del amor de Dios. ¿Cómo se va a
romper? Podrá ser ultrajado o pisoteado pero nunca perecerá, porque pertenece a
Cristo, Él es dueño de mi alma y mi corazón.
Necesito muchas fuerzas estos
días, pero sé donde las encuentro, en la Sagrada Eucaristía, en el cuerpo y
sangre de Cristo. Las refuerzo en la oración, motor de mi día a día. Todo a mí
alrededor se tambalea, y siento el demonio cerca acechando pensando que en
estas horas bajas podrá conmigo, ¡Pobre Diablo ignorante!, nada ni nadie me
hará dejar de pensar que cada sufrimiento tiene una causalidad divina y un
acercamiento a Jesús. Tampoco sabe que mi Fe esta construida sobre roca firme, y
que jamás dejaré que siembre la duda en mi ser.
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