Esta mañana he vuelto a la capilla de ese maravilloso Convento de Carmelitas, unas monjitas de clausura que desde el otro lado de esas rejas despiertan mi curiosidad, interés y quizás cierta envidia por raro que parezca. Nada más entrar por esa sencilla puerta bajo un arco de medio punto, te fijas en esos azulejos que representan la vida de Santa Teresa, quien inauguró este convento en el año 1580, junto a un escudo, el de las Carmelitas tallado en piedra. Siempre me ha fascinado el arte renacentista.
Al entrar enseguida notas un clima acogedor, con su planta cuadrada, y con un maravilloso retablo tallado en madera pintada con oro, te deja poco menos que boquiabierto y maravillado ante tanta hermosura. Esta semana además es especial, se celebra la novena a la Virgen del Carmen. Así que hoy además de escuchar esa voces celestiales rezando laudes, también nos deleitan con un rosario que parece que tiene un eco y un alcance celestial. Allí sentada, parecen que las preocupaciones o las inquietudes se aparcan, así me lo dice la mirada de esa preciosa talla de la Virgen de Carmen, que transmite una paz y consuelo. La miro y me sonríe, me dice que no estoy sola que mire hacia ese Sagrario, es su hijo que no nos abandona y que se hace visible cada día en la mesa del altar para recordármelo.
Acaba el rosario y empieza la Eucaristía. Hoy la homilía me deja aturdida, versa sobre la lectura, hoy del profeta Oseas. Fue quizás el que mejor entendió lo que significa la alianza del pueblo de Israel con su Dios. De como una y otra vez le ofendieron y rompieron su alianza con Él, y como Dios les perdonó una vez tras otra. ¿Y por qué digo que fue el que mejor lo entendió? Porque en aquellos tiempos fue capaz de volver a recibir a su mujer en casa, a pesar de haber sido engañado por ella. En esa lectura se habla de como el Señor los llevará otra vez al desierto. Aquí está la clave de la lectura. Ya habían estado cuarenta años en el desierto, alimentándose de ese alimento sagrado,el maná del cielo, allí entraron en intimidad con Él. El Señor quieren que recuerden esos momentos de intimidad y fidelidad.
Me fascina la simbología del desierto, todos nos encontramos en determinadas etapas de nuestra vida en un desierto. En él, solo hay arena, los caminos no se ven, los cubren la arena y resulta en ocasiones desesperante. Pero en todos los desiertos existen los oasis, solo hay que buscarlo. ¿Dónde está el oasis de mi desierto? Jesús. Cada día que me acerco y participo del misterio pascual. Sana mis heridas y me recuerda lo verdaderamente importante, me da la fuerza para seguir y me pide que le haga sitio en mi corazón. Desde hace tiempo mi corazón ya no me pertenece se lo entregué al que mejor lo podía custodiar, Cristo.
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