Ayer sentada en la oscuridad enfrente de nuestro Cristo crucificado no podía más que quedarme perpleja y maravillada ante su imagen, me hablaba a través de sus llagas, de sus heridas, de sus clavos, sentía su dolor como si fuera propio. Me daba una lección de valentía, al mismo tiempo que me sentía terriblemente cobarde, ¿Cuántas veces mi rebeldía ante la enfermedad me ha llevado a renegar hasta de mis seres queridos, de mi vida y me ha hecho auto compadecerme de mi misma? Me convertí en una persona egoísta que solo veía mi dolor, sin darme cuenta que los que estaban al lado sufrían incluso más que yo.
De todas formas si hay algo que he aprendido en estos años es que el sufrimiento que no proviene del cuerpo, sino del alma es muchísimo más doloroso y cuesta más de curar. Para sanarlo no hace falta de pastillas ni psicólogos, lo sé por experiencia. Yo solamente me curé cuando descubrí el rostro de Dios. Hasta entonces lo único que conseguí fue ir poniendo parches que me hacían sentirme momentáneamente feliz, pero que a la larga no cambiaban esa percepción de amargura y desconsuelo. Ahora hay días como hoy que los dolores físicos me recuerdan mis limitaciones y me entristecen, pero esa tristeza es un estado de ánimo pasajero. Desde que siento el júbilo de mi vida en Cristo me doy cuenta que el dolor físico se puede combatir e incluso aguantar porque mi alma está fuerte, el Señor la ha curado.
Si alguna vez se me olvida solo tengo que postrarme como María a los pies de la cruz. Allí recodaré como la persona más pura que ha vivido en la tierra padeció los más terribles sufrimientos solo por amor al Padre y a nosotros. No intentó escapar a su destino, ni quejarse, aceptó el dolor y la humillación. No creo que nadie pueda nunca llegar a amar de una forma ni siquiera parecida.