Después de una confesión diferente queda en tu alma un poso especial, sientes una alegría espiritual distinta, esa que solo consigues estando en paz y reconciliándote con el Señor. No podría decir los minutos que ha durado, solo que sé que nada más empezar veía en sus ojos la ternura de un padre, solo mirándome me transmitía un "no pasa nada el Señor te ama". He sentido en todo momento su presencia.
Hemos hablado como padre e hija, me ha preguntado por mi historia y me ha recordado lo bonita que es y lo afortunada que soy. Ha afirmado que estaba seguro que el Señor me tenía reservada muchas cosas buenas, pero también me ha advertido que junto a ellas habrían algunas cruces, pero que no debía revelarme. Ha puesto ante mis ojos algo obvio pero que olvidamos con frecuencia: Él entregó a su hijo en la cruz para salvarnos y no evitó su sufrimiento aunque estaba en sus manos, entonces ¿Cómo va evitar los nuestros? Eso sí, nos ama tanto que promete no abandonarnos nunca. Y no lo hará desde la distancia ni acompañándonos; nos cogerá en brazos y nos refugiará hasta que amaine la tormenta.
Se nos ha hecho corto, los dos queríamos seguir hablando, así que me ha dicho que no quiere perder el contacto, yo tampoco. Termino con la frase que me ha marcado:
Somos tan amados por Dios que nos lleva tatuados en las palmas de sus manos (Is 49, 14-16).
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