Cada día de mi vida me pregunto: ¿Por qué yo Señor?, ¿Qué es lo que hizo que te fijaras en mí cuando más lo necesitaba? Al borde del precipicio, pensando en que mi vida ya no estaba en mis manos, que solo me dejaba llevar por las circunstancias y acontecimientos. Cuando ya no salía ni esa sonrisa fingida y forzada, cuando mi corazón había dejado de reír, y se había acostumbrado a sufrir. Hay heridas que se quedan como tatuajes en el alma, son las yagas de Cristo reproducidas en nosotros y que debemos de llevar con orgullo.
Ahora he aprendido a vivir coherentemente la fe que da una paz espiritual, una alegría y una felicidad que el mundo no me puede dar, sabiendo que esas yagas me acompañarán durante toda mi vida y que debo convivir con ellas. Porque la felicidad del hombre está en el espíritu y la proporciona la comunión con Dios. Lo terreno es efimero, banal y sensitivo, y solo Él nos da la felicidad eterna.
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