"En el silencio se escucha mejor a Dios", así decía cada pasillo del convento donde hice los ejercicios. En el momento que nos dieron la primera charla y lo pusieron de condición me acordé de la muchas y muchas veces que estando yo sola, en el más silencio absoluto, las voces no paraban de asaltar mi mente. Es verdad que el silencio exterior es muy fácil de conseguir, te puedes aislar del mundo, pero ¿cómo se consigue aislarte de tus pensamientos y dejarle esa parcela solo a Dios? En muchas ocasiones he oído que cuando Dios pone esos pensamientos en tu mente es porque quiere que lo lleves a la oración.
Allí en el silencio de esos fríos pasillos, de esas meditaciones conmigo misma, de esa húmeda celda y de esa acogedora capilla, le he pedido al Señor muchas cosas. Todas ellas iban encaminadas a lo mismo: "Jesús dame el don de poder mirar con tu ojos". En cada una de las meditaciones me convertí en sus protagonistas. Fui Zaqueo encaramado a esa higuera con el deseo de acercarme a Jesús. También fui esa samaritana acostumbrada a beber de esas aguas terrenas que no calmaban mi sed. Me acerqué arrastrándome esperando tocar tan solo un trozo del manto de Jesús para que curara mis hemorragias; y como Jairo creí ciegamente que me devolvería la vida a pesar que los demás me decían que estaba muerta. Al borde del camino le supliqué a Jesús que tuviera compasión de mí, y cuando me sentí escuchada, no dudé en soltar el manto, dar un salto y acercarme a Él. Le he negado como Pedro y tantas veces le he repetido que le amo. Y por último sentí el gozo de la Virgen María cuando dijo un sí al ángel.
Después de todo eso, tuve que volver a poner los pies en la tierra, y lo que costó. Ya sabéis como siempre me dice mi fiel escudero, los pies en la tierra y el corazón en el cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario