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Cuando uno se acostumbra a vivir cerca de la LUZ y descubre donde se encuentra el verdadero sentido de la vida, es muy duro volver a vislumbrar las tinieblas.
Esta semana ha sido tremendamente dura, había momentos que la presencia del demonio era más evidente que la de Dios. He pasado por todos los estados de ánimo posibles que nos alejan del Señor. Inquietud por sentir mi alma impura. Culpabilidad por la ofensa a Dios. Ira y Rabia proyectada al exterior. Nerviosismo que me hacía perder el control de mis actos. Angustia que me llevaba a tener unas enormes ganas de llorar. Y un desasosiego que me ha hecho tener que dejar mis clases y salir a tomar aire.
No hace mucho me costaba muchísimo confesarme. Pensaba, como le cuento yo a este hombre mis pecados, ¡Qué vergüenza! Todo era fruto de una vida cristiana poco madura. Mis prejuicios no me dejaban sentir todos los beneficios de una buena confesión. Ahora nos sentamos uno al lado del otro, y las palabras fluyen por si solas. No siento rubor cuando le hablo, ni nervios como me pasaba al principio.
Mi alma, después de navegar durante toda la semana por el mar de la zozobra, ha recobrado la paz, la que da el Señor, cuando en su nombre un sacerdote te dice: Yo te absuelvo tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, Amén. Al decirme eso, ha sido como si un aliento de aire puro entrara por mi boca y recorriera todo mi cuerpo para acabar en el corazón. El Señor me ha quitado un pesado lastre de encima, solo podía decirle durante toda la misa GRACIAS.
Mi penitencia, un rosario por los jóvenes de la parroquia, la mejor que me podría haber puesto. Esta semana el rosario de un amigo que llevaba a todas horas conmigo, ha sido mi tabla de salvación.
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