Leyendo hoy la historia de la conversión de San Pablo, han pasado muchas cosas por mi mente. Da igual las veces que la haya leído, y da igual las veces que la leeré. Normalmente los llamamientos del Señor son mucho más sencillos, menos espectaculares. No suelen llegar en medio del huracán y la tormenta, sino en los acontecimientos ordinarios de la vida. Todos tenemos nuestro camino de Damasco y nuestro Ananías que nos impone las manos. A cada uno nos acecha el Señor en el recodo más inesperado del camino.
Los caminos del Señor son inescrutables y en cuanto menos te lo esperas te acaricia el alma y caes rendido a sus pies. El caso de San Pablo se asemeja al de otros conversos que no conocíamos a Dios y de repente un día nos encontramos con Él. Al ocurrir esto nos convertimos en unos enamorados de Cristo. Al caerse las escamas de nuestros ojos contemplamos y vivimos la experiencia más grande, profunda y decisiva de nuestra vida. Una experiencia de gozo, de amor y de libertad: descubrir a Dios, nuestro Padre.
Sentimos la necesidad de proclamar la verdad de la vida, nos encantaría evangelizar por donde vamos. Convertimos a Cristo en el centro de nuestra existencia. Todo pasa por Él y todo termina en Él. Nuestra identidad pasa a caracterizarse por el encuentro, la comunión con Cristo y su Palabra. El cambio es tan radical que la gente de alrededor se extraña y habla. ¿Cómo se quedaría la gente de la época cuando Saulo pasó de perseguir a los cristianos a proclamar la Palabra de Dios?
Me quedo con esta frase que me cautiva, una de tantas que nos dejó San Pablo:
"ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mi"
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