Dios nos habla todos los días a través de su Palabra, y a
veces de forma sorprendente te das cuenta de la respuesta de tus dudas o desvelos.
Así me ha pasado hoy. Ayer después de unos días no muy buenos falté a la
caridad en todas sus dimensiones, sentí rabia e ira y la proyecté hacia el
exterior, me descontrolé por completo y dejé que el demonio hablara por mí. Por
la tarde en la Eucaristía experimenté una vergüenza profunda nacida del alma y
que se producía por una ofensa clara a Dios. La consecuencia posterior,
quedarme sentada en el banco en el momento que más espero todo el día, poder
participar del banquete y tomar el Pan de Vida. La vergüenza que hay gente que experimenta
por levantarse a comulgar no es nada con la que se siente por todo lo
contrario. Le decía al Señor te deseo con todas mis fuerzas pero sé que hoy más
que nunca no soy digna de ti, casi no podía mirarle a los ojos. La desazón de
mi corazón provenía no del problema en si, sino de la lejanía con la que ahora
mismo veo la Luz.
Hoy dice el
Evangelio que las personas que prefieren las tinieblas a la luz, es porque estar al
lado de la luz supone renunciar al pecado
y desnudar el alma. Aceptar que uno es pecador y reconocer tus ofensas
al Señor es duro. Intentaré explicarlo. Jesús es un médico, cuantas veces no
vamos al médico por temor, por miedo a que nos diga algo que no nos va a
gustar, nos desvele una enfermedad, olvidándonos que al descubrir esa dolencia,
nos ayudará a curarla. Cuando nos acercamos a Cristo tenemos miedo de
mostrarnos como somos, y decirle aquello que nos duele, olvidándonos que Él no
juzga ni castiga, solo quiere salvarnos.
Solo
con la luz mi vida tiene sentido, porque me indica la dirección. Ella es la que
me muestra la realidad de lo que soy y hacia donde voy. Es la que me inunda de
la misericordia divina. Por eso, en estos momentos que no estoy en gracia me
siento perdida, la luz se encuentra lejos y debo de ir a encontrarla.
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