Hasta que alguien no me descubrió los grandes beneficios de la oración no me había dado cuenta de su importancia. Pensaba que rezar era pedirle a Dios aquello que necesitábamos. Cuando estaba alejada de Él, alguna vez me acostaba y rezaba un Padre Nuestro o un Ave María, pero como si lo hiciera de memoria y sin saber realmente el porqué. Cuando hace unos años apareció una cruz muy pesada para mí que no podía compartir, me acuerdo perfectamente que le dije a mi madre que me recordara como se rezaba el Rosario, sentía que necesitaba el consuelo de Dios y ni siquiera llevaba una vida cristiana. Lo llegué a rezar a diario, estaba en mi mesita y al mirarlo no entendía porque necesitaba hacerlo, solo sabía que encontraba paz. Quizás era ya un diálogo con Dios. El no poder contarlo a nadie era muy duro, supongo que el decírselo a Él era una petición de auxilio ante una situación que superaba mis límites de entendimiento.
Ayer me decía un sacerdote que la vida de un cristiano gira en torno a la oración, que se debe encontrar en el centro de su vida. A partir de ella se empieza a conocer y amar al Dios. El diálogo íntimo y continúo con él, alimenta nuestra fe y nos predispone para buscarlo donde Él está verdaderamente presente, en la Eucarística. Nos comentaba algo que es cierto, hay que obligarse a orar. Puede que al principio nos dé pereza e incluso que nos parezca fría. Habrá días que sentiremos que la oración es vacía y que no nos trasmite nada, da igual, la perseverancia nos acerca a Dios.
En las relaciones humanas uno no se enamora realmente de una persona sin conocerla íntimamente. Conforme hablas con ella y vas entablando una relación de amistad y de convivencia es cuando te das cuenta que la amas. Con el Señor me ha pasado lo mismo. Conforme me he relacionado con Él lo he empezado a amar, y la forma ha sido orando. Así siento que arraigo mi fe, y aumenta mi deseo de estar más tiempo con Él y por tanto lo busco donde realmente está presente, en la EUCARISTÍA.
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